Yo no soy «religioso». Pese a mi profundo respeto hacia la vida y hacia los logros de los creadores de las grandes filosofías y religiones, considero que la mayoría de ellas, hoy en día, tan solo expresan los fragmentos de una verdad perdida o, en el mejor de los casos, ampliamente corrupta. Dicho esto, no soy ateo. Aunque no pueda probarlo, estoy seguro de que nuestro universo está gobernado por una inteligencia divina que guía cada una de las etapas de nuestra evolución. Evidentemente, no soy el único que tiene convicciones similares. El gran número de obras que tratan sobre este tema, y que llenan nuestras bibliotecas, son suficientes como para que nos hagamos una idea.
Afirmar que la evolución tiene lugar exclusivamente por selección natural, como hizo el naturalista británico Charles Darwin, o que es producto de una feliz casualidad me parece, cuando menos, absurdo. El astrofísico británico Fred Hoyle declaró que «la probabilidad de que la forma de vida más elevada haya surgido por azar es comparable a la probabilidad de que un tornado que ha barrido un depósito de chatarra pueda ensamblar un Boeing 747 con dicho material». Quien haya estudiado la anatomía del cuerpo humano, aunque haya sido someramente, no podrá evitar sorprenderse ante sus innumerables misterios. Desde entonces, se plantea una cuestión: ¿cuáles son la naturaleza y el origen de la inteligencia que genera esta creación cuando menos extraordinaria? Sin entrar en temas tales como el pensamiento y el alma humanos, sino limitando mis interrogantes estrictamente en la existencia del cuerpo físico, ya me enfrento a un dilema. Si nosotros no estamos en el origen de su creación, una inteligencia superior a la nuestra es, lógicamente, la responsable. Si nosotros somos el director de obras, como afirmaba indirectamente Darwin con su teoría, ¿no deberíamos poseer un control total y perfecto sobre cada uno de nuestros músculos, órganos y células, así como también sobre nuestra evolución? Puesto que somos manifiestamente incapaces de hacerlo en gran medida, ¿acaso no es igualmente lógico que lleguemos a esta conclusión, sabiendo que existe efectivamente una inteligencia superior en la fuente de nuestra creación que rige nuestra evolución? Me parece que la respuesta es evidente.
Si observamos al hombre a través de la historia, es imposible refutar el hecho de que está en constante evolución. Sadhguru Jaggi Vasudev, un sabio indio de nuestra época, afirma que una de las características intrínsecas de nuestra especie es la necesidad fundamental de superarse. Este sabio de la India dice que «el hombre siempre quiere llegar a ser más de lo que es». Cuando expresa esta necesidad esencial a través de una persecución desenfrenada de adquisición de bienes materiales o para satisfacer exclusivamente sus sentidos físicos, se sumerge insidiosamente en un sueño en el que olvida quién es verdaderamente, es decir, un ser dotado de una vasta consciencia y que es capaz de proezas relatadas en lo que hoy conocemos como «mitos». Si se empeña en perseguir sus objetivos egoístas, la implacable maquinaria que dirige la evolución de su especie le recuerda que tiene preparado otro destino para él. Si continúa obstinándose, la luz que emana de sus ojos pierde, entonces, su intensidad, se torna amargo, conoce la depresión crónica, se enferma con frecuencia y se debilita hasta que la muerte física lo libra, por fin de su agonía, devolviéndole la libertad que su alma reclama con sollozos reprimidos. En Sri Aurobindo o La aventura de la conciencia, así como en sucesivas obras, Bernard Enginger describe este fenómeno de una forma más que cautivadora.
Por lo tanto, la verdadera felicidad parece manifestarse y perdurar cuando se cultiva en el camino de la búsqueda espiritual. Dicho de otro modo, la felicidad verdadera tan solo es concebible a través de la autorrealización, cuando estamos en sintonía con quienes somos realmente, es decir, con nuestra alma. A la inversa, tal y como hemos mencionado anteriormente, el sufrimiento parece ser proporcional al alejamiento de esta búsqueda.
Al observar las innumerables creaciones y logros que el hombre ha dejado tras de sí a través de la historia, es evidente que la vía de la realización no es única para todos. No parece que exista una receta común para todos. Cada uno debe encontrar su propio camino. Para algunos, es suficiente practicar yoga durante algunos años, meditar, recitar mantras continuamente, rezar o ir regularmente a un templo para que se produzca el cambio de consciencia necesario para lograr la autorrealización. Para muchos, la tarea es más ardua e incluso laboriosa.
El célebre y difunto Swami Vivekanada afirmaba que existen un total de cuatro tipos de temperamento y que a cada uno de ellos le corresponde una vía de realización. Según sus palabras, quien manifiesta una naturaleza propicia a la acción debería seguir la vía de la abnegación, el Karma Yoga. Quien está lleno de amor incondicional hacia todos y hacia todo, debería seguir la vía de la devoción, el Bhakti Yoga. A los de naturaleza intelectual les correspondería la vía del conocimiento, el Jnana Yoga. Por último, a los de naturaleza meditativa o contemplativa le convendría la vía de la conquista de la naturaleza interior, el Raja Yoga. Aquí, «yoga» se emplea para referirse a la unión, es decir, a la unión entre el ser individual y la consciencia universal, y no como lo interpretamos hoy en día de forma equivocada al limitarnos exclusivamente a los ejercicios físicos de esta práctica milenaria.
Por mi parte, al no haber obtenido resultados muy satisfactorios a través de disciplinas como los ejercicios físicos de yoga, la meditación, las artes marciales o a través de las plegarias o de la acción desinteresada (la cual es cada día más difícil de practicar en nuestra sociedad materialista), parece que mi vía va a ser la del conocimiento. De hecho, siempre me han apasionado los temas sobre la historia, la naturaleza, la evolución del hombre así como su lugar en el universo. Con frecuencia, puedo pasar horas creando mentalmente y contemplando los vínculos entre ciertos aspectos de las plantas, de los animales, de los hombres y de los astros. Sin embargo, el análisis intelectual tiene sus límites para desentrañar los innumerables misterios de la vida. Tengo muchas preguntas y pocas respuestas. ¿Qué es la consciencia? ¿Qué es la vida? ¿Cuáles son sus verdaderos objetivos? ¿Quién nos ha creado? Como alma colectiva ¿hemos generado de forma inconsciente este mundo aparentemente falto de piedad o hemos sido empujados a este mundo por demonios sin escrúpulos? ¿Por qué el camino de la espiritualidad no se realiza con frecuencia más que en el sufrimiento? ¿Por qué abandonarse a los placeres es algo natural mientras que el camino hacia la espiritualidad casi siempre está plagado de espinas? ¿Por qué la mayoría nos sentimos solos y desconectados? ¿Por qué este silencio obstinado por parte de nuestro Creador?
Admiro a los grandes personajes como Sri Ramakrishna, Swami Vivekananda, Sri Aurobindo, Paramahansa Yogananda y a muchos otros sabios indios que con amor, voluntad y abnegación han podido elevarse hacia la cumbre de la intuición. Estas bellas almas no se dejaron carcomer por la gangrena de la razón todopoderosa que se ha extendido hoy en día en nuestras escuelas y universidades, así como en nuestras instituciones más sagradas. ¿Cómo escapar de las garras paralizantes, implacables y frías del intelecto para dejar que el alma se exprese? ¿Cómo contactar, aunque solo sea por un instante, con la parte de nosotros mismos que es caritativa, noble e inmortal? La práctica del chamanismo con la ayahuasca, ¿no tendrá precisamente como razón de ser este nivel de realización?
Foto por Apollo, texto extraído del libro:
Ayahuasca: Una transformación a las puertas
Una historia de un viaje de autodescubrimiento a través del chamanismo y la ayahuasca.
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