Las censuras morales y religiosas en contra de la sexualidad se remontan a los comienzos de la civilización, y pueden entenderse en términos de la asociación habitual que hacemos entre sexo y agresión, y por lo tanto entre sexo y culpa.
El Génesis enseña que la primera acción de Adán y Eva después de comer de la fruta prohibida fue cubrir su desnudez con taparrabos. De hecho, para algunos de los primeros padres cristianos, y en especial para San Agustín, el pecado original se equiparaba con la concupiscencia. Esta ecuación es inevitable, pues si exceptuamos la muerte o la comida, no hay una actividad que ponga más énfasis en el cuerpo que el sexo. Ya hemos visto que el ego transfiere su «pecado» al cuerpo, lo que solo es un paso adicional para concentrar la culpa específicamente en la sexualidad.
A otro nivel, podemos ver que la culpa tiene que proceder inevitablemente de utilizar el cuerpo de otro para satisfacer nuestras necesidades, con poco o ningún interés por la persona que habita dentro de ese cuerpo. En este tipo de situación, puede servir como prototipo de las relaciones especiales, también pasamos por alto a la persona que habita dentro de nuestro propio cuerpo. Debido a esta identificación con el cuerpo, el sexo puede servir admirablemente al propósito del ego de reforzar la culpa. Al convertirse en un símbolo del pecado, el sexo, al igual que la ira, puede ser un arma muy importante en el arsenal del ego para fabricar falsos problemas que nos distraigan del problema en nuestras mentes (vea la Tabla 2). Los problemas de impotencia o frigidez, los relacionados con escapes o con formas de sexualidad, la promiscuidad, las tensiones por mantener el celibato, etc., son cortinas de humo que el ego establece para impedir que nos ocupemos de los problemas más profundos de la culpa y de nuestra relación con Dios, que trasciende por completo la sexualidad.
Así, no es extraño que cuando las personas están cerca de tomar una decisión importante en sus vidas, como casarse o hacer votos religiosos, o a punto de realizar cualquier acción que refleje un compromiso con Dios, pueden tener «ataques» inesperados de sexualidad: una joven a punto de contraer matrimonio «descubre» que es lesbiana; un hombre que dentro de poco se ordenará sacerdote está obsesionado por los deseos sexuales hacia una mujer en particular. Lo único que ocurre en muchos de estos casos es que el ego siente pánico ante la decisión de seguir lo que la Voluntad que Dios dispone para nosotros en lugar de la suya, y entonces intenta sabotear esta decisión. Considerar que estos problemas son serios es la manera perfecta de aferrarse a ellos, puesto que luchar contra las defensas del ego las fortalece. Cuando se ven como distracciones inofensivas, desaparecen tan fácilmente como el sol evapora el rocío mañanero. Lo que permanece es la Voluntad de Dios.
Podemos aclarar algunas interpretaciones erróneas con respecto al sexo si recordamos los dos niveles que expusimos al comienzo del Capítulo 1. En el primer nivel, el sexo, por ser una actividad corporal, es pura ilusión. Buscar o evitar el sexo es darle un significado que no tiene. En contra de nuestras racionalizaciones y justificaciones, el sexo no puede convertirse en la realidad que nunca fue, ni puede traernos la paz o la felicidad, pues esto está más allá de la capacidad de cualquier ilusión.
En el segundo nivel, el sexo no es santo ni profano. Es completamente neutral y depende del uso que le dé la mente. Si seguimos al Espíritu Santo, la decisión de relacionarnos sexualmente con otra persona no satisfará las necesidades de nuestro ego —ya sean físicas o psicológicas, conscientes o inconscientes— sino nuestra verdadera necesidad de perdonar. Cada persona ve en la otra la oportunidad de aprender que el Espíritu Santo le ofrece para perdonarse a sí misma y a la otra. Así aprenden que el sexo no es pecaminoso y, como cualquier otra función corporal, puede servir al propósito del Espíritu Santo mientras sigamos aprendiendo en la escuela del mundo. Adecuadamente enfocado, el impulso sexual se torna santo, pues se vuelve parte de la relación elegida por Él para que aprendamos y enseñemos el amor que Él quiere que entendamos a través de nuestra relación sanada. Como en otros tipos de funcionamiento interpersonal que puedan enseñarnos a deshacer los intereses separados, las parejas sexuales aprenden a compartir mutuamente en una meta común. En una unión así no habrá fantasía, sino pensamientos de paz y de amor. Solo aquí se encuentra el verdadero placer.
El Espíritu Santo habrá sido invitado, y se quedará aquí para honrar y bendecir. Si las necesidades personales de uno comienzan a eclipsar el interés por el otro, es una señal de que nos estamos dejando orientar por el ego. Ahora debemos acudir rápidamente al Espíritu Santo y pedirle ayuda para reorientar el impulso sexual hacia su propósito de perdón. Tenemos que reaprender que los cuerpos no son para el placer, el dominio o la exclusión, sino para enseñarnos que estamos unidos en un nivel más allá del cuerpo. Al poner los intereses compartidos por encima de los personales, podemos reconocer la identidad espiritual que nos une a los dos como uno.
Por el contrario, para el ego el sexo sirve al propósito de hacer real el cuerpo, y así refuerza la creencia en la realidad de la separación. Una de las principales maneras que el ego tiene de «inducirnos» a caer en esta trampa es enseñarnos que los cuerpos pueden unirse: nuestra incompleción procedente de la creencia en la separación puede superarse mediante la unión sexual. Esto niega el principio del Curso: «Las mentes están unidas; los cuerpos no» (T-18.VI.3:1). Una vez que el ego nos ha convencido de que el sexo es deseable para alcanzar la unión, y nos atrae al mismo por virtud del placer físico, ahora está listo para hacernos el verdadero regalo: la culpa. Su intención subyacente con respecto al sexo puede verse en las fantasías que acompañan a las actividades o impulsos sexuales, que a menudo incluyen hostilidad, triunfo, venganza, desprecio de sí mismo u otras formas de falta de amor, todas las cuales desmienten los argumentos del ego a favor de la «belleza» o «santidad» del sexo.
Una de las creencias prevalecientes del ego en lo referente al sexo es que libera tensión, un principio central en la teoría de Freud. Esta es otra forma del mismo error que hemos señalado antes, que sostiene que la ira es una emoción humana básica y por consiguiente esta energía debe expresarse o reprimirse. La tensión no proviene del cuerpo, sino del conflicto entre Dios y el ego que radica en la mente. La única verdadera liberación se produce cuando escogemos a
Uno y abandonamos al otro. Reducir esta tensión a urgencias sexuales y procurar resolver el problema en ese nivel, como el ego querría que hiciéramos, sencillamente refuerza el error de la identificación ego-cuerpo, que es la fuente última de tensión. Así, esa fuente se mantiene aún más apartada de la curación.
Entonces la clave no es «ir o no ir a la cama», sino ¿a qué voz le hacemos caso? Siempre que persigamos las metas del ego el resultado será la culpa en cualesquiera de sus múltiples formas, pues su propósito es atacar y separar. Al elegir el ego optamos por ser especiales, y el otro se convierte en el objeto que puede satisfacer nuestra necesidad especial.
Al vernos a nosotros mismos necesitados de esa satisfacción, estamos denigrándonos. La culpa y el odio son las únicas recompensas que cosecharemos, en lugar del amor del Espíritu Santo que el perdón trae consigo.
Kenneth Wapnick es el autor de
La sanación de la mente
El tema de mente y cuerpo puede reformularse como el tema de forma y contenido, tantas veces comentado en Un curso de milagros.
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