La vida
Se dice que entre las innumerables especies que existen en la Tierra, la humana es la más desarrollada. La naturaleza otorgó a esta exquisita especie suya el cerebro más productivo. El cerebro humano es el único que, en determinados momentos, puede retirarse, sumergirse en sus propias profundidades y tratar de descubrir cosas maravillosas. Nuestros śāstras o Escrituras van un paso más allá y afirman que el nacimiento humano es el más preciado y difícil de lograr. Eso se debe a que nuestro cuerpo es el único medio a través de cual uno puede alcanzar la salvación; la realización de la verdadera naturaleza del sí mismo, el propósito de la vida humana.
La salvación o liberación, dicen los śāstras, es el propósito de nuestra vida. Liberación implica libertad, pero surge la pregunta: ¿liberación de qué? No hay duda de que la vida humana es muy preciada. Entonces, ¿por qué?, ¿de qué ataduras o de quién debemos liberarnos? La vida, en su curso normal nos presenta infinitas cosas para nuestro disfrute. Somos libres para gozar de todo lo que esté a nuestro alcance y, esperanzados, tratamos de sujetarlo con todas nuestras fuerzas.
La vida transcurre con sus distintas acciones y reacciones y, poco a poco, nos hace ver que, aunque seamos libres superficialmente, en realidad somos finitos. Aunque externamente parezca que nada nos ata y por fuera nos sintamos libres, estamos ligados a nuestros deseos, pensamientos, anhelos, miedos, envidias y muchas otras limitaciones. Nosotros somos sus esclavos. Deberíamos ser sus amos, pero la realidad es que ellas nos dominan y que somos nosotros quienes obedecemos sus órdenes. En el fondo de nuestros corazones, esas innumerables ataduras proclaman su existencia. Algunos permanecemos satisfechos en ese estado y seguimos con nuestra vida de esclavos, mientras que otros, al darnos cuenta de esto, ponemos todo nuestro esfuerzo para tratar de liberarnos. Sin embargo, cuanto más intentamos romper las ataduras, más parecen sujetarnos y, finalmente, la vida termina siendo una suma de ellas, trabándonos en todas direcciones hasta que quedamos en manos de la inevitable y poderosa muerte. Esta parece poner fin a todas las miserias y penas de esta vida. Muchos la consideran la solución definitiva para terminar con los problemas. Sin embargo, si la muerte fuese la solución, la vida no tendría significado para nosotros. Por otra parte, se negaría la idea de que la vida humana es la más preciada. Además, la muerte es lo único que todo ser viviente desea evitar. Queremos vivir eternamente y, al mismo tiempo, disfrutar de la mayor paz y felicidad. La vida entera es un esfuerzo tremendo por lograr ese estado.
Desde una visión optimista, nuestros esfuerzos podrían, algún día, llevarnos a lograr ese objetivo que tanto añoramos, mientras, la visión pesimista señala que algo así es imposible de lograr. La vida, en su estado actual, es un drama en el que tragedia y emoción tienen un importante papel que desempeñar. Y, en medio de esas dos visiones, una tercera perspectiva afirma que la vida es una mezcla de felicidad y tristeza.
Cada visión cumple su propio rol. El optimista sale entusiasmado y regresa con descubrimientos e inventos maravillosos que, en gran medida, disminuyen los dolores físicos y las agonías de la vida humana y le ofrecen un confort y un placer inmensos. Sin embargo, su parte interna permanece igual que antes, hasta que poco a poco, con el tiempo, su situación se torna insoportable. Por otra parte, la felicidad que intenta asegurarse deja su lugar a las penas, cumpliendo la ley natural por la cual felicidad y desdicha, y alegría y tristeza van de la mano. Otro hecho difícil de aceptar es que la vida, en nuestra era, se ha vuelto más intrincada y los problemas de la mente humana se han multiplicado tremendamente.
Nuestra verdadera naturaleza
El pesimista se arrastra por la vida y deja todo a su suerte o a algún poder externo sobrehumano. El que está en un punto medio avanza experimentando las cosas como vienen y se moldea a sí mismo según ellas. Por consiguiente, oscila entre lo bueno y lo malo, lo lindo y lo feo, la virtud y el vicio, la alegría y la tristeza y tales otros extremos. Mientras tanto, aquel reino de paz tan anhelado permanece a un largo trecho de los tres. Eso se debe a que lo que fue hecho está sujeto a ser destruido y aquello que nació está sujeto a morir. De ahí que por haber nacido moriremos y, como la muerte es segura, no podemos evitar tenerle miedo. El temor, a su vez, trae a sus aliados –la agonía, el dolor y otros semejantes– y todos ellos juntos nos provocan agitación. Entonces, ¿es imposible disfrutar de dicha, paz y felicidad perfectas en esta vida? ¿No existe forma de librarse de las ataduras? «sí», aseguran los śāstras. «¡Escuchen, habitantes del mundo, hijos de la inmortalidad! ¡Escuchen, habitantes de la esfera divina! Yo conozco al autorefulgente, el que está más allá de la ignorancia, el Ser omnipresente. Conociéndolo a Él, uno trasciende la muerte, pues no existe otra forma de lograr el Ser absoluto» (Śvetāśvataropnisad 2.5 & 3.8). Aquí, la muerte ha sido conquistada por aquel que realizó al Ser supremo como su propio Ser. Sabiendo eso, no solo logró la inmortalidad sino que pudo reconocerla en todos los seres y mostrar el camino hacia la eternidad.
En la verdadera naturaleza de nuestro Ser, somos divinos y eternos. No somos el cuerpo; este es la máquina por medio de la cual funcionamos. Está compuesto por los elementos de la naturaleza y, por lo tanto, está destinado a perecer. Pero, cuando nuestro cuerpo, se destruya, no perderemos nuestra identidad, porque no somos él. Somos el alma, el atman, el Brahman, el cual es eterno, inmortal, puro, divino y libre por siempre. Brahman nunca nació y, por tanto, nunca ha de morir. «El atman –dice Sri Krishna en el Bhagavadgītā– nunca nació ni morirá. No es que llega a la existencia y, por ende, la pierde. Tampoco es que luego de perder su existencia vuelve a existir. El atman es no nacido, absoluto, eterno y ancestral. No perece ni siquiera con la destrucción del cuerpo». Al darnos cuenta de nuestra naturaleza inmortal, todo temor de muerte cesa, al mismo tiempo que cesan todas nuestras miserias, penas y dolores. Ya no nos mantenemos ocupados en el vano esfuerzo de hacer durar más nuestra existencia, dado que somos inmortales en nuestra naturaleza real. Descubrimos que existimos en el pasado; que existimos, como es evidente, en el presente y que existiremos en el futuro. En otras palabras, existimos eternamente. La existencia para nosotros se torna absoluta a medida que nos fundimos en la existencia absoluta.
Ese, dicen los śāstras, es el objetivo de la vida humana: volvernos uno con el Yo superior. Solo entonces la nuestra se vuelve perfecta. Su objetivo es trascender el cuerpo, los sentidos, la mente, el ego y todas los demás de este universo mortal, y eso solo puede conseguirse mientras estemos en el cuerpo humano. Ningún otro cuerpo, por más grandioso que sea, es apto para lograr ese estado. A través de la identificación de nuestro ser con el absoluto, rompemos todas las ataduras del cuerpo, los sentidos, la mente, etcétera. Ya no somos esclavos. Recuperamos el trono del cual fuimos una vez destronados y convertidos en esclavos.
Entonces somos los amos de nuestros sentidos, pensamientos y deseos. Son ellos los que obedecen nuestras órdenes y no nosotros las de ellos. El éxito y el fracaso, la alegría y la pena y los demás opuestos se transforman en lo mismo. Aparecen por sí solos, pero pierden su capacidad de crear un impacto en quien ya ha trascendido los elementos mortales. Viendo el mismo atman o Ser en todo, ya nada nos asusta, porque ¿cuál sería ese otro para asustarnos? «El realizado, habiendo logrado la ecuanimidad, ve el atman en todo y todo en el atman».
La espiritualidad muestra el camino para salir. Esa senda no es ni optimista ni pesimista. Tampoco es una reacción a las cosas según sus correspondientes acciones. Por el contrario, esa forma va contra la corriente. Consiste en liberarse del agarre de la naturaleza y conquistarla, porque la esencia de la naturaleza es atraernos a su lado y hacernos reaccionar a los sucesos. Al hacerlo, nos agitamos. Perdemos el equilibrio de nuestra mente. Pero, para disfrutar una paz perfecta, debemos tener ecuanimidad, la cual es posible solo si podemos mantenernos imperturbables frente a los fenómenos. Eso requiere un control total de la naturaleza. Es el amo y no el esclavo quien puede tener el mando sobre otros. Y si queremos ser amos de la naturaleza, debemos trascenderla. Para conocer el mundo de los fenómenos, debemos también trascenderlo. Al hacerlo el mundo de la multiplicidad, uno gana el perfecto control sobre sí mismo. Y aquel que se controla a sí mismo, controla todo el universo, porque «todo aquello que es en el microcosmos, es en el macrocosmos». Después de lograr eso, siendo el amo de su propio destino, el hombre disfruta las cosas como surgen, sin ser perturbado por ellas, y así goza de una perfecta paz y felicidad. Aunque permanezca en el cuerpo, se vuelve inmortal, no como cuerpo, sino como atman. Es un jῑvanmukta (libre aun cuando vive). Disfruta la tranquilidad y la dicha en su propio cuerpo. «Aquel que ha controlado su mente, que está libre de apego y envidia y disfruta de las cosas a través de sus sentidos bajo control, se deleita de gozo eterno» (Bhagavadgītā 2.64).
Swami Sankarananda
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